sábado, 17 de octubre de 2020

DOMINGO CAPÍTULO 28

Otro domingo más, otro día de interminable soledad, en dónde la arena en sus pies se transforma en arenas movedizas. Hundiéndolo cada vez más en sí mismo, aquel lugar donde solo se escucha el eco de los recuerdos.
Moreno miraba el horizonte, pensaba en ella ¿en quién más si no? La brisa fresca le hacía tiritar, una camisa gastada por el tiempo y una polera llena de agujeros eran su único abrigo. Metió su mano en el abrigo y sacó una pequeña bolsita de nylon, dentro había una foto que por el estado en que estaba se notaba que tenía mucho años.
Al mirar su rostro, Moreno no pudo evitar que unos lagrimones enormes cayeran sobre la foto. Unos ojos grandes y risueños le miraban, unos rizos abundantes y enmarañados enmarcaban esa imagen.
Era Elizabeth, su amor.
Sus dedos acariciaban ese cabello de la fotografía, como si fuera ayer aún sentía ese perfume y las cosquillas que le hacían cuando ella dejaba caer el pelo en su cara.
No podía evitar llorar, era más fuerte que él y eso que era un hombre curtido por el tiempo, los dolores y las batallas sangrientas.
Apretaba la imagen contra su pecho y los sollozos escapaban de sus labios. Se decía una y otra vez que ella volvería, se lo había prometido, le dijo que volvería a esperarlo en el faro, cuando él volviera de la legión. No podía faltar a la cita de todos los días esperar ahí, su llegada.
Se lo había prometido, su amor lo dijo.
En su mente, pobre viejo desamparado, creía que si lo repetía todo el tiempo, se volvería realidad.
Las lágrimas seguían cayendo y la noche venía llegando.
El faro viejo y abandonado ya no estiraba sus sombras, estaba en completa obscuridad.
Moreno le dio un beso a su amada y la volvió a apretar contra su pecho. Miró el horizonte y sonrió cuando la luna se asomó redonda y enorme, como aquella vez que se besaron por primera vez.
Un perro ladró y Moreno miró al faro en completa obscuridad, en ese momento se encendió su luz.
Una figura se recortaba en el fondo de la puerta de entrada, un vestido vaporoso parecía flotar a su alrededor. Un vestido con grandes flores amarillas. Sentado a sus pies, un perro labrador parecía mirarlo directamente.
La luz del faro volvió a dar su vuelta. La figura abrió la puerta y entró junto con el perro.
El viejo se levantó y caminó hasta la puerta, sin temor se asomó a mirar, del asombro, cayó de su mano al suelo la foto de su bella amada, el suelo era pasto verde y hasta donde podía ver el horizonte de lejos, era un lugar lleno de flores.
Un perro ladró.
La luz del faro se apagó.

FIN

                            a la mujer de mis sueños.



Nota del autor: sin tí jamás hubiera escrito esta trilogía, sobre todo este último libro en donde Moreno sueña cada segundo contigo y recuerda vidas pasadas, vidas presentes y vidas futuras. Porque la vida solo son recuerdos. Él y yo te esperamos toda nuestra vida, cada palabra siempre te ha buscado y te ha encontrado.

ESTRELLAS CAPÍTULO 27

Los pensamientos estaban lejos, con una mujer llamada Elizabeth. De unos treinta y siete años, de pelo largo enrulado del color del atardecer. Sus ojos eran verdes, a veces grises, según el tiempo. Unos labios en forma de corazón cuando sonreía le quitaban el aliento a quien deseara besarlos. Sus manos blancas, casi nacaradas recorrían con curiosidad las paredes de un viejo faro abandonado al destino de la soledad.
Ella también pensaba en él.
Tocaba los ladrillos y se imaginaba que aventuras estaría teniendo Moreno. Ese faro le recordaba el suyo, aquel en el que habían sellado su amor. Un perro ladraba en la playa, llamándola para jugar. Ella seguía recorriendo el interior. Subió la escalera oxidada por la sal y el tiempo. Al llegar al tope no pudo más que maravillarse con la vista. Se veía toda la bahía y la escollera natural que la protegía. Unos pocos lobos marinos retozaban en el agua ante la mirada de Dago.
Se sentó en el borde de la plataforma con los pies colgando en el vacío. Una brisa comenzó a juguetear con su cabello ondulado. Recuerdos de risas en el aire, carreras en la playa y besos en la arena. El atardecer llegaba y con sus luces desteñidas le daban luz a su alma. Elizabeth lo sentía tan cerca que le dolía el pecho de amor, veía sus ojos verdes y se perdía en ellos, porque le daban la seguridad que nunca había sentido, el amor que siempre había necesitado. El compañero que aunque no estuviera, siempre le abrigaría el corazón.
El sol se escondía, para no ver su tristeza. Sus cabellos se iban tiñendo de rojo con el anochecer. Y ella seguía soñando.
Moreno soñaba con ella, la noche fría del desierto africano no podía apagar el calor que sentía en el pecho al pensarla. Ya casi terminaba el año en la legión y no pensaba más que en volver a sus brazos. Necesitaba sentir su pelo en la cara, enredar sus dedos en los rulos de ella. Y besarla hasta dormirse en sus brazos.
Miraba el cielo estrellado y se imaginaba sus abrazos, que caminaban por las arenas de alguna playa riendo. Casi podía escuchar los ladridos de Dago a las gaviotas. Y en esos pensamientos estaba por horas, hasta que casi amanecía.
El viejo se despertó del dulce letargo de los recuerdos nocturnos. Se levantó y salió de su choza, camino unos metros y mirando las olas se acostó en la arena. El cielo despejado brillaba de estrellas. Y ahí se quedó pensando en ella, hasta que el amanecer apagó el brillo a cada una.

LA MUJER DE SUS SUEÑOS CAPÍTULO 26

Moreno estaba sentado en la escollera, sus piernas colgaban y las olas mojaban sus pies rítmicamente. Pensaba en ella, siempre pensaba en ella. Su cara se transformaba al soñar con su Elizabeth.
Esperaba con ansias las noches, porque era en dónde ella se aparecía, en esos sueños tan vívidos que al despertarse aún sentía su perfume en el aire y en sus manos casi podía sentir todavía la calidez de sus cabellos largos y ondulados.
No existía Moreno sin ella y aunque ella no lo supiera, cada minuto de su vida estaba destinada a amarla.
La sombra del faro, viejo y abandonado parecía mirarlo con tristeza, su amor tan lejos y cerca estaba, que todos los caminos siempre lo llevarían hacia ella, aunque le llevara toda su vida alcanzarla, pero no se puede ignorar el destino y ese era estar juntos en esta vida y en la eternidad. Porque así era su amor, tan tierno y sereno, solo decir su nombre le llenaba de paz. El viento oía su llamado y le envolvía en susurros, aquellos que su amor atemporal aún le seguía enviando. Miles de besos que flotando en el aire le abrigaban del anochecer frío y solitario.
Apoyado en las rocas estaba el viejo Moreno, soñando con una mujer de cabello largo ondulado, castaño tirando a rojizo. Sus manos blancas y delicadas le acariciaban el rostro. El cuerpo se estremece ante esas caricias que le llegaban al alma. Su cuerpo de guerrero mancillado por el tiempo, pero dentro de él aún vivía Asad, ahí estaba con toda su valentía.
Se despertó cuando las olas más atrevidas comenzaron a mojar su pantalón, se fijó si había picado algo en su caña de pescar que estaba enterrada en la arena. Con pasos lentos caminó hasta el faro. Las sombras se hacían cada vez más largas. Sacó una llave y abrió la puerta de entrada. La arena y las telarañas seguían en el mismo lugar, como para recordarle toda la soledad que había en ellos. En el faro y en él.
Subiendo la escalera iba acariciando con la mano esos ladrillos tan viejos como él mismo. Cada centímetro recorrido tenía impregnado su olor, cerraba los ojos un segundo y la podía ver a ella riendo.
Comenzó a seguirla y también se reía. Le dejó ganar la carrera solo para ver su hermosa figura contonearse con cada peldaño. Llegaron a la cima, la luz del faro giraba iluminando todo el lugar. Él la abrazó por detrás y besó su cuello. Elizabeth se recostó en su pecho y suspiró. Nada podía ser más hermoso que ese momento. Se quedaron así un buen rato. Hasta que abrieron la puerta que daba al balcón del faro, era la parte más alta. La vista era impresionante. Se veían las luces del pueblo y la de algunos barcos pesqueros volviendo a puerto. Cada tantos segundos la luz les daba de lleno y el cabello de la mujer se iluminaba como las luces de navidad. Moreno le miraba embelesado. Ella se apoyó en la baranda y su pelo flotó en la brisa marina. Se dio vuelta y cuando el muchacho se acercó le tomó del rostro con sus manos.
-Te amo -¿Lo sabías? –le preguntó ella mientras largaba una risita de felicidad.
Moreno la miró largo rato, explorando esos ojos interminablemente hermosos.
-Sí, lo sé. Desde siempre lo supe –le dijo él seriamente. Pero al final también rió.
Se abrazaron y se estremecieron. Se rieron sin saber porqué. Pero el amor que sentían era embriagadoramente superior a cualquier otro sentimiento que alguna vez pudieron sentir.
Es el encuentro de dos almas que se unen para volver a ser una sola.
Mientras están unidos se preguntan que pasará mañana. Si esta luz del faro que los ilumina los guiará siempre. Y si este es el camino prometido, el camino que se llama destino.
El viejo se despertó de su ensueño. La luz del faro hacía años se había apagado, miró a su alrededor y la arena llenaba el lugar con su brillo particular. La baranda del balcón desvencijada por el paso de los años y los ventanales rotos. El faro estaba muerto.
Bajó las escaleras lentamente con el peso de la tristeza en su espalda. Cerró con llave la puerta y se fue sin mirar hacia atrás ni una vez.
Recogió la caña y al pez que estaba enganchado hacía horas. Lo limpió y guardó en la cesta. Se fue a su cabaña mientras las lágrimas corrían lentamente por sus mejillas marcadas por la espera.

EL VIEJO CAPÍTULO 25

El olor salado se sentía en la lengua, los lobos marinos retozaban cerca del muelle, tratando de pescar algún desecho tirado por los pescadores del puerto. Puestos de venta de marisco adornaban al costado del camino cerca de un par de restaurantes. La gente iba y venía, se sacaban fotos, miraban los barquitos pesqueros. Algún vendedor de churros voceaba que sus productos eran los mejores de la zona.
La playa turística estaba muy cerca, bastantes personas a pesar del viento helado que venía del mar. A lo lejos un barco pesquero muy grande se veía como flotando sobre el agua.
Las gaviotas vociferaban en la arena, cada una peleando con otra por los insectos diminutos que solo ellas veían.
Una mujer de pelo largo negro, con algunas onditas, no era un lacio total, el viento parecía acariciar aquel pelo caprichoso.
Sentada en una pequeña roca miraba el mar. Sus ojos iban y venían en el horizonte. Sus manos blancas y suaves entrelazaban los dedos, como si estuvieran abrazando.
Se podría decir que era una belleza, con aires de genes italianos, hasta se podría decir que se parecía a las actrices italianas de los sesenta. Salida de una película en blanco y negro.
Su figura era llamativa, no había hombre que pasara y no la mirara hasta perderla de vista. Más de uno recibió un codazo en las costillas por parte de su mujer.
En un momento miró las olas y sonrió, pareció que el mar dejó de agitarse para verla sonreír. Parecía una noche de verano frente al mar cuando los chicos juegan con estrellitas que iluminan y espantan a la obscuridad.
Cerca del monumento a los perdidos en el mar había un hombre que fumaba en pipa, era un viejo pescador de esos que ya no se ven. Se llamaba Moreno y vestía un pantalón de gabardina gastado y una camisa con algunos agujeros, en su mano tenía una caña de pescar y en la otra un canasto para guardar la pesca.
Al ver a la mujer en su lugar favorito, esperó un tiempo que se fuera. Como el tiempo pasaba y no se iba, optó por acercarse y preguntarle directamente.
— ¿Se va a quedar más tiempo? Le dice, más que preguntar.
—No tengo apuro. Contesta ella mirándolo fijamente.
Las miradas se sostuvieron unos segundos, como cuando el colibrí busca atentamente la mejor flor.
El viejo pescador se sienta al lado de ella, suspirando de fastidio.
La mujer le mira mientras él prepara la caña y la carnada.
— ¿Usted es el viejo del faro no?, pregunta descaradamente.
Los ojos de Moreno empequeñecen, por la insolencia de la pregunta.
—Así me llama la gente estúpida.
Le lanza la palabra estúpida casi como un escupitajo.
—Siempre quise subir a ese faro, pero me dijeron que estaba cerrado al público.
En ese momento ella sonrió. El tiempo se detuvo, Moreno sintió esa sonrisa como una bofetada, al mismo tiempo que le enternecía.
Su amor tenía esa sonrisa, ese amor atemporal, ese amor sin destino.
La mujer seguía mirándolo, sus labios casi interpretaban una súplica.
El viejo desarma la caña, guarda sus cosas en el cesto y enjugándose una lágrima para que ella no la vea le dice.
—Vamos.

RED CAPÍTULO 24

El viejo fumaba su pipa con la tranquilidad que tiene el mar luego de una tormenta. Sus ojos verdes claros miraban como las gaviotas se peleaban por los restos de un cangrejo en la playa. El tenía su carnada en una canasta, lejos del las aves que son unas excelentes ladronas. Aunque cada tanto le daba una mirada para que ningún pico estuviera hurgando. Sus ojos iban y venían en las olas. Danzaban al compás de la brisa que apenas levantaban un poco de arena. La paz luego de una impetuosa tormenta de otoño.
Los turistas ya se habían retirado y no pululaban en la playa. Esta serenidad es la que siempre esperaba el viejo. El cual podía descansar a sus anchas en las piedras de la playa. A veces pensaba si eran tantos años de ser casi un ermitaño, o le disgustaba la capacidad que tenían los turistas de molestarlo continuamente. Se le acercaban para preguntarle algo, mientras al mismo tiempo hablaban por sus teléfonos celulares y discutían con sus mujeres, hijos, y toda la parentela que uno pudiera imaginar. Casi siempre se mantenía en silencio imperturbable, pero a veces se cansaba y les decía unas palabras. A los segundos desaparecían como por arte de magia. Moreno tenía una mirada que decía mucho más a quien se perdía mirando en ellos unos segundos. Se vislumbraba una profundidad obscura, un alma atormentada y la furia, la furia de un guerrero contenido solamente por la avanzada edad.
El seguía fumando la pipa inagotable de tabaco. En su rostro la impasibilidad fue cubriendo las arrugas, que eran como cicatrices de batallas.
Se levantó y abrió la cesta, le tiró la carnada a las gaviotas y se fue rumbo a su choza.
Al llegar se preparó un té bien fuerte. Y soñó despierto.
Horas después mientras cocinaba, pensó que se levantaría temprano la otro día para tratar de sacar la red enterrada en la arena que vio cuando regresaba.

SOÑADOR CAPÍTULO 23

En las sombras del atardecer se recortaba en el fondo la barba del viejo soñador. Una pipa terminaba de adornar la escena que parecía sacada del libro Moby Dick. No era un viejo cualquiera, él era Moreno.
Antiguamente había sido feroz guerrero en una tribu del desierto, donde la sangre era moneda corriente en los oasis. Y su furia y coraje le llevó a ser el jefe de la tribu más grande conocida. Miedo, respeto y amor le tenían quienes le conocían. Las mujeres suspiraban por su mirada, los hombres alababan su lucha y sus enemigos le esquivaban.
Ahora, no era más que un viejo ermitaño olvidado del tiempo y la muerte, como si ella tampoco se atreviera a buscarle.
Moreno era un hombre rondando los setenta u ochenta años, nadie podría decirlo con exactitud, ni él mismo.
Esa mirada que otrora observaba las dunas del desierto buscando pelea, ahora se perdían entre las olas verdes del mar sollozante, como sus ojos.
La historia de la vida de Moreno jamás podría ser contada en una novela, se necesitarían cientos de libros recopilar sus historias. Quienes le conocieron de joven dicen que Moreno era un hombre de contextura grande, musculosa, de poca altura. Y con una mirada que parecía buscar fantasmas en el alma, quien sostenía su mirada podía sentir el magnetismo haciendo trizas la entereza. Todo eso era él.
Y era más.
En cuentos anteriores Moreno solo era partícipe necesario de sus aventuras, no buscaba el azar de la guerra, el destino le encontraba por más que se escondiera. Y siempre le encontraba con una espada en la mano, su favorita era un alfanje, el cual necesitaba las dos manos para manipularla, pero si quería la podía blandir con una sola, tal así era su fuerza descomunal.
Pero ahora solo esperaba, y esa espera tediosa y lenta le ponía a veces en situaciones que hubiera deseado tener su espada en la mano. Turistas molestos, niños con pelotas que indefectiblemente siempre le golpeaban a él.
Pero su mente se perdía en sueños, en su cansada memoria se repetían continuamente escenas de lucha, traiciones, desiertos, bosques y un faro. Ese faro que solo la llevaba a ella, rogaba con soñar con ese faro. Porque ella estaría ahí. Para cualquiera que no lo conoce, Moreno parecería un viejo loco, solo, mirando el mar, esperando con un halo de humo de pipa rodeándolo, protegiéndolo.
A veces sentía en la brisa Marina que unos dedos le acariciaban el pelo, miraba a su alrededor sabiendo que nada encontraría. Y sentía un perfume en el aire, el perfume de Elizabeth. O quizá es lo que quería sentir ¿Quién puede decir lo que siente un corazón sincero?
Moreno no era un hombre simple, era un toro porque aguantaba todo el dolor del mundo, era como si Atlas le hubiera dejado todo el peso del mundo en su espalda. Apenas se quejaba, pero sufría dolores terribles, la vejez y las heridas de guerra no se llevan bien. Aunque el mar le revivía, reconfortaba y el sol calentaba sus viejos huesos ya no era el cazador de antes, ahora era la presa. Y el cazador el tiempo invariable, absoluto y lineal.
Y él seguía soñando, miraba el mar, pero en realidad este no era más que el telón y escenario que necesitaba para reproducir en él la visión de una mujer hermosa, con pelo largo enrulado y una sonrisa de madreperla. Un vestido de gasa parecía flotar en ella volviéndola etérea. Caminaba por la playa con un perro a su lado. Moreno soñaba despierto, era lo único que le quedaba.

PAZ CAPÍTULO 22

Algunos cuentos empiezan con la frase “érase una vez que era”, pero eso era antes, ahora se empieza con “muchos años atrás”.
Muchos años atrás Moreno miraba el horizonte, su espada estaba envainada y su mano acariciaba el pomo de la empuñadura. Como deseando poder sacarla y blandirla. La última vez que habían atacado la aldea solo dirigió la batalla y no participó de ella. Sus capitanes y los viejos de la aldea le pedían que no luchara, tenían miedo que pereciera en batalla y quedarían sin líder, sin su espada.
A lo lejos pudo ver una vez más la arena que volaba, era una mañana sin viento, algo raro en el desierto abierto. Así que eso significaba una sola cosa. Guerreros.
Volvió a la aldea y llamó a los exploradores para que hagan su tarea. Si León le contestaron los tres cuando les dio la orden y partieron en sus caballos. Una hora después volvieron con las noticias. Era una partida de veinte guerreros armados hasta los dientes. Quien los comandaba era un antiguo guerrero de una aldea vecina que a raíz de un combate tuvieron que alejarse aún más de ellos buscando otro oasis. Evidentemente ese oasis ya no tendría agua y lo único que les quedaba era atacar de forma casi desesperada para tomar su aldea, las mujeres y el agua. Eso era algo que Moreno no permitiría.
Convocó a sus soldados que estaban siempre preparados para la lucha, impartió las órdenes y salieron en busca del enemigo.
Se repartieron entre las dunas cercanas, para dar la sensación que no se percataron del futuro ataque. Sería la primera vez que pelearían tan cerca de la aldea. Los niños, mujeres y viejos habíanse escondidos en un túnel bajo la arena que años atrás habían construido para estas ocasiones, aunque jamás la habían usado, siempre estaba lista para usarla.
Se podía sentir en la arena el sonido lejano de los cascos de los caballos, estaban tan cerca que podían ver los ojos de los atacantes cubiertos para una tela para no quedar ciegos por la arena que levantaban.
Cuando estaban a tiro de fusil dispararon.
Algunos cayeron y los caballos siguieron el galope, no acostumbraban a disparar a los equinos para poder utilizarlos luego si ganaban. Los caídos quedaron inertes, así era la puntería que tenían, el león los había adiestrado muy bien en la destreza de las armas largas. Pero lo que mejor sabían hacer era el combate cuerpo a cuerpo, que ahora estaban a punto de hacerlo.
Salieron los primeros hombres de detrás de las dunas y formaron una hilera escalonada para que los enemigos les costara hacer puntería en ellos. Los beduinos eran diestros en disparar al galope del caballo. Cuando el primer grupo estuvo a punto de encontrarse, Moreno manda a salir al segundo grupo, que estaban unos metros más adelantados, para poder atacar al segundo grupo de ellos. El tercer grupo no esperaba la orden de ataque, sabían que solo atacarían cuando el último grupo de guerreros atacantes los hubiera pasado. Cuando esto sucedió formaron una pinaza algo que usaba mucho Napoleón en sus batallas) y así poder encerrarlos. Cuando esto sucedió ya corría la sangre sobre al arena sedienta. Moreno encabezó el último grupo que quedaba y cuando salieron ondeando el estandarte con el león y sus garras levantadas. La suerte estaba echada.
Veinte guerreros contra otros veinte. Cuando quedaba el último en pie. Moreno cubierto de sangre le dio a elegir, volver a su aldea y contar la grandeza de su pueblo al perdonarle la vida o morir con honor junto a sus compañeros.
El soldado derrotado no quiso demostrar su cobardía y pidió que le mataran y ser enterrado junto a sus hermanos. Se dio la orden y su capitán de un solo golpe le decapitó. Moreno no quiso mirar la escena. Limpiaba su espada y la volvió a poner en su funda. Hasta que fuera necesaria en otra oportunidad. Seguía mirando las dunas y pensando, cuanta sangre más debería derramar para que el que ahora su pueblo ahora pudiera dormir en paz. Y el pudiera volver con su amor, en aquel faro que solo veía en sueños.