miércoles, 12 de julio de 2017

RED 2


El viejo fumaba su pipa con la tranquilidad que tiene el mar luego de una tormenta. Sus ojos verdes claros miraban como las gaviotas se peleaban por los restos de un cangrejo en la playa. Él tenía su carnada en una canasta, lejos de las aves que son unas excelentes ladronas. Aunque cada tanto le daba una mirada para que ningún pico estuviera hurgando. Sus ojos iban y venían en las olas. Danzaban al compás de la brisa que apenas levantaban un poco de arena. La paz luego de una impetuosa tormenta de otoño.
Los turistas ya se habían retirado y no pululaban en la playa. Esta serenidad es la que siempre esperaba el viejo. El cual podía descansar a sus anchas en las piedras de la playa. A veces pensaba si eran tantos años de ser casi un ermitaño, o le disgustaba la capacidad que tenían los turistas de molestarlo continuamente. Se le acercaban para preguntarle algo, mientras al mismo tiempo hablaban por sus teléfonos celulares y discutían con sus mujeres, hijos, y toda la parentela que uno pudiera imaginar. Casi siempre se mantenía en silencio imperturbable, pero a veces se cansaba y les decía unas palabras. A los segundos desaparecían como por arte de magia. Moreno tenía una mirada que decía mucho más a quien se perdía mirando en ellos unos segundos. Se vislumbraba una profundidad obscura, un alma atormentada y la furia, la furia de un guerrero contenido solamente por la avanzada edad.
El seguía fumando la pipa inagotable de tabaco. En su rostro la impasibilidad fue cubriendo las arrugas, que eran como cicatrices de batallas.
Se levantó y abrió la cesta, le tiró la carnada a las gaviotas y se fue rumbo a su choza.
Al llegar se preparó un té bien fuerte. Y soñó despierto.
Horas después mientras cocinaba, pensó que se levantaría temprano al otro día para tratar de sacar la red enterrada en la arena que vio cuando regresaba.

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